En la oscuridad deciden los dioses
Deberíamos tener prohibido asomarnos al espejo de la historia, pero lo hacemos sin que tengamos regla impuesta. La luz que buscamos nos muestra enmohecidas lunas y un exceso de hastío e equivocación. Esto – tu y yo lo hemos escrito muchas veces – no conduce a nada. No, la luna no quiere que veamos al que escribe, a ese poeta olvidado en su melancólica aura, que quiere hacer vivir a la poesía, mantenerla con el néctar de las palabras, savia que regenera a la agotada literatura. Quiere protegerla de la devoción que ella tiene a Thánatos. ¡Es la misión del escriba! De ahí que le lleve a defenderla de las sombras que se divisan en la otra orilla. Pide tiempo y prefiere pagar más de lo que pide Caronte para dejarla en vida otros cien años más. De ahí la sumisión constante a la dioses, la ciega confianza con que el poeta se dirige a ellos. El desengaño lo confunde con el asombro: un final donde se ha destruido el tiempo. Sentimientos que huyen ante la bestia enrabiada. Se pierde el amor filial. Ante todo esto: ¿qué más puede mostrarnos lo reflejado en el espejo? Ni siquiera tendremos el bálsamo que suavice su personalidad oscura, que se enriquece de suspiros y lágrimas.
Y mientras tanto se regocija Thánatos. Sabe que hay poetas que seguirán cantándola, será mito, magia, impulso, decadencia, destino, miedo, lápida. Hasta tendrá para algunos una enloquecedora atracción. Lo seguro es que tenemos la partida perdida, por encima de que haya una siembra de esperanza, De nada servirá, el tiempo seguirá su trayectoria infinita. Lo único que podríamos hacer es intentar no cruzarnos con ella, pero en esto no tenemos el poder: son los dioses quienes deciden. Y ella sigue ahí, pasando de una orilla a otra con su mejor cómplice, la victoria.