Francis Millet

Francis Millet

martes, 24 de mayo de 2011

Del Neoclasicismo al Biedermeier



(Museo De Fundatie, Zwolle (Los Países Bajos)

Paseando por las calles de Zwolle en este mes gris de febrero, puedo apreciar que la ciudad es un punto de luz en la provincia holandesa de Overijssel. Sus calles, iglesias y edificios, fachadas y restos de la antigua muralla, dan fe de un rico pasado, y tiendas, cafés, restaurantes, hoteles y museos hacen que una visita a este lugar sea verdaderamente interesante. Su historia empieza a conocerse a partir de 1324, cuando un gran fuego destruyó casi por completo la ciudad. Todo lo anterior escrito sobre ella quedó destruido. Por los descubrimientos arqueológicos se sabe de sus orígenes, un asentamiento alrededor del siglo nueve. Después la historia escribe en sus capítulos la Edad Media, la Guerra de los ochenta años, la república, la invasión francesa y así hasta estos días.

Hoy lo que me ha traído hasta aquí es la visita a uno de sus museos, De Fundatie, un edificio de estilo neoclásico que sirvió en su tiempo como Palacio de la Justicia. Hasta el 8 de mayo se expone en varias de las salas una de las colecciones privadas más importantes del mundo. Durante los últimos cuatro siglos la familia real de Liechtenstein ha reunido una extensa y bellísima colección en la que el Neoclasicismo y el Biedermeier ocupan el lugar prominente. Después de pasar por Moscú y Praga llega a Holanda por primera vez. Una única oportunidad a los que se acerquen hasta aquí para conocer todas las obras de que consta.

De sublime, romántico y refinado calificaría lo expuesto. Sé que no todo el público siente la misma admiración por este género artístico. Para algunos, Biedermeier está asociado con lo amanerado, lo pasado de moda e incluso cursi. Sin embargo, para mí tiene algo vulnerable pero armónico, cálido, hasta poético podríamos decir. Las obras han sido colocadas con el mayor cuidado en las salas del museo. Son unos 150 cuadros, esculturas, muebles y cerámica, jarrones y vajillas que vieron la luz en un tiempo de importancia política, las guerras napoleónicas, la batalla de Waterloo y las revoluciones del siglo XIX, con un período de relativa calma donde se consolidó el paso del Neoclasicismo al Biedermeier.

Escenas domésticas, familiares, de caza, de exultantes jardines de recreo, de señoriales residencias, todas tienen su sitio en las pinturas que cuelgan en la exposición. El Neoclasicismo en el esbozo de una pequeña escultura de barro de la madre de Napoleón, Madame Mère -del escultor italiano Antonio Canova- y que podemos admirar en una de las salas, da paso a lo cálido e íntimo del Biedermeier. Pintores como Friedrich Gauermann, Ferdinand Georg Waldmüller, Thomas Ender, Heinrich Friedrich Füger, entre otros, nos trasladan a un ambiente romántico en el espacio idealizado de sus telas.

Hay tres obras en la colección que han pasado a ocupar un lugar destacado en mis preferencias. El primero es el óleo de la esposa del regente Alois I, Karolina, pintado por Elisabeth Vigée-Lebrun. La princesa está representada en el aire como la diosa Iris con un chal amarillo flotando a sus espaldas y los pies descalzos. Este detalle fue motivo de escándalo entre muchos miembros de su corte; para dar la idea de que había sido una pérdida involuntaria se colocaron unos zapatos de baile debajo del cuadro. Los otros dos corresponden al pintor austriaco Friedrich von Amerling. Un retrato del pequeño príncipe Johann II de Liechtenstein, a caballo; el lujo desmesurado del marco no le quita alegría al niño, que expresa en su actitud todo el placer que tiene montando. Por último un precioso óleo de la princesa Marie Franciska, de dos años de edad y hermana de Johann, dormida y con sonrosadas mejillas, y abrazada a su muñeco. Hay ternura en este cuadro, uno de los más pequeños de la colección y también uno de los más bonitos. Friedrich von Amerling tenía una maravillosa técnica y un buen ojo para los detalles. Con esta obra da muestra de su maestría artística.

El estilo Biedermeier se extiende a todas las corrientes artísticas, también muebles, orfebrería, arquitectura y literatura. Tuvo sus origenes en Alemania y Austria y floreció en el periodo entre 1815 y 1840. Este género se convirtió en el favorito de una sociedad selecta, destacando por realzar los valores familiares en escenas burguesas, y tenía como temas preferentes retratos entrañables de niños, paisajes y naturaleza muerta. Resalta lo bello y el atractivo de sus formas naturales. Característico de este estilo es el naturalismo; todo se parece a la realidad, en la decoración de interiores, muebles con formas ligeramente curvadas, brillantes y lisos, flores en ramos pequeños y compactos, cortinas floreadas. Los vestidos femeninos con ajustados talles, faldas amplias y largas que dejaban el pie libre, medias blancas. Para los caballeros el pantalón largo, frac, chaleco, corbata y sombrero de copa alta.

La colección que presenta el museo, fue comenzada por Franz Josef I (1726-1781) y creció de forma notable durante la regencia de su hijo, que fue ampliándola con piezas de arte contemporáneo, hasta convertirla en una de las mejores de Europa. El conocimiento del arte y el buen gusto en la elección de las obras lo ha hecho posible.

No quiero dejar el museo sin pasar a ver una pintura que desde hace poco tiempo se sabe con seguridad que es una obra de Vincent van Gogh. Fue comprada en 1975 por el fundador del museo y llevaba quince años sin ver la luz. Esta tela, de 55x36 centímetros, Le Blute-fin, está realizada en el otoño de 1886 en París y representa un molino en la parte más alta de Montmartre. Van Gogh ya se había distanciado del oscuro en sus obras, que anteriormente había pintado en Holanda. Esta tela tiene un cierto aire impresionista con trazos sencillos y rápidos y están representadas muchas más figuras -en un ambiente relajado de un bonito día de otoño- de las que Vincent solía pintar en sus cuadros.


La colección estuvo expuesta hasta el 8 de mayo próximo en el museo De Fundatie, en Zwolle (Los Países Bajos), el molino de Van Gogh estará hasta el 4 de julio.

Publicado en Alenarte

jueves, 12 de mayo de 2011

Pasiones



(De nuevo en casa empiezo a contar los días para volver. La nostalgia me acompañará hata la próxima visita.  Abril ha sido caprichoso haciendo gala a su caracter y las lluvias deslucieron la semana de Pasión)


Cuesta retomar el lenguaje de esta tierra mía y duele la memoria del constante desafio del tiempo con las imágenes de antes, pero me gusta volver en esta época del año con el azahar en el aire, los claveles reventados, el romero y la cera por las calles. Encuentro el espacio y los paisajes cambiados y ya no puedo alcanzarlos con la rapidez acostumbrada. Sin embargo, también en esta ocasión he acudido a la cita de siempre atraída por esa identidad religiosa que la ciudad manifiesta sin caer en la rutina, por el esfuerzo de su gente apresurada y por la devoción exaltada entre un cierto desorden que he vivido en las noches de esta Semana Santa. Una semana en la que nos desdoblamos en dos: expectadores y actores de una historia escrita y que se sigue escribiendo. Siete días de aplausos y lágrimas, de palios y bambalinas, símbolos y rituales que hacen sentir La Pasión de una manera propia y especial pero no menos intensa, exaltada, exigente. Lo descubres en los cofrades, en los que llevan los tronos, en los ojos de los nazarenos, en la espera repetida de las imágenes. Desfilan con pasos concertados con la tradicción de una cadencia rítmica, y siempre el redoble del tambor, la campanilla, la candelaria encendida, y el valor de los que suben todo el peso en sus hombros, en un alarde de fidelidad compartida hasta llegar con ellas en sus casas de hermandad, donde sólo les queda esperar hasta la próxima Semana Santa para salir. Una semana, siete noches para La Pasión del sur.

Y yo volveré y me veré obligada a vivir otra clase de pasión que ha ido conjugando desde siempre mi identidad con la misma exaltación que tuvieron los desfiles. Una pasión que fija límites en el órden establecido de las cosas, que desafía voluntades, que levanta la voz para imponer sus condiciones sin querer asumir el tiempo que le queda, y que también nos obliga a marchar con pasos y por sitios concertados. Pero volveré a esta tierra y mi memoria se hará audaz enfrentándose a las imágenes de entonces. Volveré y seguiré hablando, con un lenguaje sin hostilidad, de mis propias emociones. No habrá fidelidad, pero quizas así pueda enfrentarme y vencer los tiempos imperativos que restan.