Francis Millet

Francis Millet

martes, 27 de marzo de 2012

Málaga en febrero



Sumida en el sueño
Revello de Toro
   




Se marcha febrero, un mes generoso con el frío, que asumió protagonismo fuera de nuestros sueños como insólita poesía para una tierra templada por el mediterráneo. La ciudad, para conseguir su fin de hacernos felices, transmuta la manera habitual de percibir la vida intentando escapar de un tiempo que va más allá de lo acostumbrado. Compartimos un mismo lenguaje y hablamos de temperaturas y pronósticos, de versos de lluvias y vientos, grises permanentes y extrañas circunstancias, imágenes que invitan a la lectura y a quedarse en casa sentados al calor de las faldas de una mesa camilla. Comparamos otras vivencias y nos sentimos felices. Somos una ciudad ordenada. Así pues, que estemos en invierno y pasemos frío no es un impedimento para la felicidad.

 Fue el filósofo musulmán Al Farabi quien definió la ciudad como una sociedad ordenada, en la que todos podemos ser felices si nos ayudamos y nos entendemos. Solo así será posible. Pero la ciudad es también cultura y el hombre que crea la ciudad deberá conocer y amar esa cultura. Un primer paso es acercarse a los museos. Málaga ha tenido un comienzo lento pero decidido en el camino del Arte. Desde los años sesenta y setenta volvió a renacer el interés por el desarrollo y las actividades culturales, los libros, los conciertos. Se recuperaron el Teatro Cervantes, el Ateneo, La Fundación Unicaja y La Real Academia de Bellas Artes de San Telmo; se ha puesto en marcha la Fundación Picasso y La Orquesta Filarmónica. Hoy cuenta con unos treinta museos, la mayoría están situados en el mismo centro histórico. Museos que llevan nombres importantes como el de Picasso y el museo Carmen Thyssen, o el  Centro de Arte Contemporáneo.

 Hay otros menos conocidos pero apetecibles en estos días destemplados de febrero, que también nos inician en el legado artístico de la ciudad. Tienen una atracción especial estos museos que se mantienen en silencio, casi inadvertidos, con una imagen acogedora de hogar. La casa-taller de Pedro de Mena, imaginero del siglo XVII, es uno de los pocos inmuebles domésticos que se conservan de ese periódo en Málaga. Fue restaurada en su configuración original y habilitada por encargo del Ayuntamiento. Con esto consiguió recobrar su corazón y sus méritos artísticos. El edificio tiene un patio central rodeado de galerias cubiertas y una gran puerta de cuarterones que da entrada a la escalera de dos tramos que lleva a la planta primera y a la planta superior. Ahora es Patrimonio histórico y un referente cultural. En ella se ha instalado el museo Revello de Toro.


De las ciento cuarenta y dos obras, óleos, bocetos y dibujos, que fueron cedidas por el pintor malagueño Felix Revello de Toro, ciento cuatro forman la colección permanente del museo. Retratos de su entorno familiar, de su esposa y de su hija; bodegones y naturalezas muertas, además de algunas muestras de su etapa inicial en acuarelas y en pastel, nos dan a conocer a un artista de gran creatividad, sensible y preciso en su trabajo. Es principalmente conocido por la elegancia con que retrata la belleza de la mujer, inspiradora de la mayor parte de sus obras. El poeta Manuel Alvar decía que las mujeres de Revello de Toro son la imagen de lo que él que querido que sean, de lo que, por ellas, queremos que sean, aunque tal vez se reduzcan a algo que no son.

 Sumida en el sueño, de trazos suaves y de una sinfonía de blancos que envuelven delicadamente a la modelo, es el trabajo más estimado por el pintor y ocupa un espacio reservado en el museo. Mención aparte merecen sus dibujos y bocetos, a lápiz y al óleo, que están expuestos en grandes vitrinas especialmente diseñadas. La serie Doce rostros de Mujer destaca por la gran maestría con que está realizada. Por expreso deseo del pintor todas sus obras han sido cedidas a la ciudad donde nació para que queden expuestas permanentemente.

 Por último visitamos en la planta baja la Sala Memorial dedicada a Pedro de Mena y Medrano. Un audiovisual nos detalla su nacimiento en 1626, la juventud y formación en Granada, los principales momentos de su vida como su matrimonio y el establecimiento definitivo en Málaga con la misión de terminar la sillería del Coro de la Catedral. Su obra, que se encuentra muy dispersa geográficamente, es de imaginería religiosa a excepción de las esculturas de los Reyes Católicos para las catedrales de Toledo y Málaga. Pedro de Mena ha quedado en la memoria de los malagueños por el Crucificado, el Cristo de la Buena Muerte y Ánimas, que realizó para el convento de Santo Domingo alrededor de 1665 a 1670. La desapareción de la imagen durante los trágicos acontecimientos del año 1931 aumentó su veneración y la rodeó de un halo mítico. El Cristo que ahora desfila por las calles de Málaga en la noche del Jueves Santo no es una copia exacta del de Mena, aunque se le conoce con este nombre.

Decía el filósofo e historiador alemán Samuel Pufendorf, que la cultura es todo lo creado por el hombre. El museo es el testimonio material de esa cultura; su fin es conservar y darla a conocer poniéndola al alcance del hombre. La ciudad es otro testimonio. Tiene su propio lenguaje; cada rincón, calle, edificio, pliegue en el asfalto, nos habla de su origen y su historia, explica su pasado y confirma su presente. Nuestra misión es entonces asumir los valores que nos transmite, reconocer su diversidad y transmitirlos. En el fondo se trata de nuestra propia historia. De todas formas quedan museos por recorrer y mucha cultura a la espera de un diálogo.





Pedro de Mena

viernes, 2 de marzo de 2012

Retrato de un estilo de vida alegre y descarada

Banquete de los arcabuceros



Pareja bailando




Si pensamos en la Holanda del siglo XVII vemos a un país aún en rebeldía, pero ya en sus últimos años de lucha por conseguir su independencia y liberarse del poder central en Madrid. También la Iglesia llevaba ya algún tiempo en guerra. El movimiento de reforma había traído el protestantismo, que encontró su arraigo en los territorios del norte holandés mientras que los católicos quedaban en el sur. Los protestantes calvinistas, sobrios y obstinados en su resistencia e impulsados por las necesidades que sufrían y por el odio hacia los privilegios que gozaba el clero, hicieron desaparecer toda mística religiosa limpiando de imágenes, obras de arte, pinturas y otros inecesarios lujos en abadías, conventos e iglesias. Ya nada distraía la atención de los feligreses.

Sin embargo, no todo fueron conflictos. Aunque la contienda duró ochenta años, hubo sus momentos de calma e intrigas, alianzas, asedios y treguas, y desde principios del siglo empezó a notarse un cambio en la situación a favor de las provincias holandesas. Las ciudades crecieron y la industria y el comercio se incrementaron desde que en 1602 se estrableció la Compañía holandesa de las Indias Orientales, la sociedad mercantil más grande y poderosa de su época, que se hizo con el monopolio del comercio entre Europa y Asia. Desde este momento comienza un tiempo de prosperidad que da lugar a lo que será llamado el siglo de oro holandés.

Con el desarrollo económico crece también el interés por las ciencias, la literatura y las artes. Los holandeses fomentaron en gran manera sus preferencias por la pintura. La burguesía adinerada disfrutaba de enormes fortunas y vivía en grandes casas señoriales. Tenía dinero de sobra para rodearse de productos de lujo con los que poder competir en su rango social. Un modo de hacerse notar era la adquisición de obras de arte, muebles, tapices y porcelana. Los cuadros eran también algo muy deseado como objeto decorativo. La pintura estaba al alcance de la clase media, dejó de ser un privilegio de los más ricos, aunque los grandes maestros estaban reservados para la élite. En casi todas las casas disponían de suficientes cuadros para cubrir las paredes. La pintura dejó de ser un privilegio de los más ricos y así creció un mercado intenso y variado de este género.

El arte de la pintura en la Holanda del siglo XVII se destaca por su realismo y exactitud, aunque no sólo el carácter y la técnica son los determinantes de su difusión sino la enorme cantidad de obras que se realizaron en ese período. Rembrandt es un ejemplo de esa fertilidad. Muchos pintores se especializaron en un determinado estilo, bodegones, paisajes, vistas de una ciudad, retratos, escenas de la vida diaria social y familiar. Este último género alcanzó una gran popularidad en el siglo de oro holandés. Artistas como Jan Steen pintaron escenas de la vida del hombre corriente en alegres y sencillas representaciones como fiestas campesinas, escenas caseras y familiares. Obras que dan una imagen realista de la vida, pero que también encierran una crítica sobre las reglas de comportamiento y los chiflados que no hacen caso de ellas.

La vida en el siglo XVII no parece que haya sido aburrida. Tanta prosperidad, tanta riqueza tuvo como resultado una vida más alegre de fiestas y celebraciones, que les dió la reputación de saber festejar y beber como nadie. El museo Frans Hals en Haarlem nos invita a acercarnos, de una manera divertida, a ese tiempo a través de unas cincuenta telas que forman la exposición El siglo de oro celebra fiesta. Desde los burgueses acomodados hasta los campesinos más pobres, todos celebraban esa época de bienestar y desarrollo. Las clases altas querían, junto a sus raíces calvinistas, presumir de sus riquezas y encargaban retratos que los representaran con fastuosidad y poder. El caballero sonriente es un precioso retrato del pintor Frans Hals; aunque su postura es seria y distinguida, la sonrisa del caballero suaviza su condición.

Junto a imágenes elegantes de fiestas en jardines, reuniones musicales y banquetes están las escenas de bailoteo, de beber y de vociferar de la clase más popular de la población; reuniones en el entorno familiar, festines, ferias, carnavales, escenas en los mesones, ebrios campesinos con los pantalones sin abrochar que bailan con los brazos en el aire, otros tirados por los suelos con la ropa en desorden, damas danzando con elegancia, aristócratas en históricos trajes. Mary Stuart, princesa de Orange, está retratada para asistir a una baile de máscaras como una princesa india del Amazona, con un manto de plumas de ibis, perlas y un turbante de grandes plumas y piedras preciosas; un jóven negro a su lado le da un tinte exótico a esta mascarada. Interesante contraste en un país en plena fiebre calvinista.

No son de extrañar estos disfraces. En realidad en todas estas obras se muestra una doble moral. De un lado el distanciamiento de las clases altas de los comportamientos pueblerinos y groseros y al mismo tiempo la envidia hacia la libertad y los excesos con que la clase baja podía comportarse en fiestas y celebraciones. Aquel que quiere burlar las reglas tendrá que hacerse pasar por un labrador y mezclarse con el pueblo. En Pareja bailando de Jan Steen vemos al poeta Lucas Rotgans, Amsterdam 1625-1679, en una fiesta campesina; su pareja es la hija de un regente. Ambos están vestidos de labriegos y hacen como si no se conocieran. Jan Steen, Richard Brakenburgh, Frans en Dirck Hals, Jan Molenaer, Cornelis Dusant, muestran en sus pinturas el jolgorio y lo descarado de esas fiestas; en los detalles encontramos la diversión.

Ya cuando nuestros cuerpos empiezan sentir el cansancio de tantos festejos nos encontramos con los restos de un lujoso banquete. Sobre el mantel varios candelabros de plata, vasos a medio llenar, garrafas de vino, jarras volcadas, bandejas de cristal con algunos trozos de pan, queso, ostras. Hay fruta esparcida por la mesa y servilletas arrugadas y en el suelo algunos cubiertos que quedaron caídos. Los oficiales de la Compañía de San Jorge acaban de dar buena cuenta a este opíparo almuerzo.

La exposición deja ver otro lado de la Holanda trabajadora del siglo XVII, la cara alegre, la gente que va de fiesta y que además se desenfrena. Pero esto lleva a un montón de excesos que también tienen su lugar en las telas, como son ligar, bailar, beber y vomitar. En realidad algo que es de todos los tiempos.

Publicado en el mes de febrero de Alenarte: