Francis Millet

Francis Millet

lunes, 16 de marzo de 2015

No todos los veranos son iguales




http://alenarterevista.net/
 

 

Nada hacía presagiar al comienzo del verano que éste iba a dejarnos una serie de imágenes que quedarán imborrables en nuestra memoria. Ya con la pérdida del mundial en Brasil nos despertamos de un sueño que arrastrábamos durante cuatro años, y aunque el Tour de Francia nos dio un pequeño respiro, nos tuvimos que conformar con el cuarto puesto para Alejandro Valverde. Esto fue el comienzo de una larga lista, a la que se le añadió la tragedia del avión MH-117 de Malaysia Airlines, los muertos y desplazados en Ucrania,  la violencia en la franja de Gaza, los bombardeos en Iraq, las víctimas que dejan sus vidas en el mar persiguiendo sus sueños, sin olvidar a la epidemia que amenaza desde Africa occidental y que ya tantas vidas se ha llevado. Ha sido un verano que nos atrapó en una espiral de luces y sombras.

 

Con la llegada de septiembre nos asomamos a la magia del otoño, y con el cambio de las horas crece el anhelo de nuevas imágenes positivas que rompan con las polémicas agresivas de la actualidad. Decía el poeta francés Stéphane Mallarmé, que todo en el mundo existe para desembocar en un libro. Deberíamos buscar en ellos, en los  libros y en el arte en general, un lenguaje diferente, solidario y constructivo, preludio de diálogos de inteligente interpretación. No solo la literatura, también la música y la pintura transmiten emociones y generan diálogos entre las distintas culturas. Leer un libro, asistir a un concierto o visitar un museo se convierte de esta manera en una aventura en la que cada letra, cada melodía, cada objeto de arte hablará su propio idioma y tendrá también su historia. Esto nos hará formar parte de una relación que deseamos sea diversa y respetuosa, tolerante con cada una de nuestras vivencias, que acepte nuestras emociones ante lo que cada uno de nosotros consideramos nuestro ideal. Todo esto lo puede hacer el arte que, como medio de comunicación entre los hombres, rectificará esas imágenes de hostilidad y lágrimas que nos acompañaron este verano.

 

Desde esta perspectiva me sentía animada cuando visité en La Haya el museo Mauritshuis, considerado uno de los más bonitos del mundo. Este edificio, construido entre los años 1633 y 1644, fue la residencia de Johan Maurits van Nassau, gobernador general de los territorios holandeses en Brasil. Desde 1822 acoge una colección de pinturas de unos 800 cuadros de los más famosos pintores del Siglo de Oro holandés. El museo tiene un carácter íntimo y conservador que no ha perdido su identidad durante los dos años que estuvo cerrado por reformas. El cambio no ha sido tan radical como puede pensarse. El edificio sigue manteniendo un estilo aristocrático y elegante, merecedor de ser llamado palacio de azúcar, nombre que le dieron en el siglo XVII al ser considerado demasiado caro y grande para ser una vivienda familiar. Lo más llamativo de las obras es su entrada que nos recuerda, en una forma más discreta, a la del museo Louvre en París, y un llamativo ascensor completamente de cristal, instalado en el vestíbulo e integrado en la decoración del museo. Las obras de ampliación se han realizado de forma subterránea, uniendo el museo con el edificio situado al otro lado de la calle. De esta forma gana el doble de su superficie original.

 

Mientras duraban los trabajos, la colección del museo ha estado alojada en otras direcciones, y algunas de las pinturas han hecho largos viajes. Una de ellas, La jóven de la perla, de Vermeer, ha sido una gran viajera que ha llegado hasta Estados Unidos y Japón. Este afán aventurero le han dado popularidad. No siempre ha sido así. Hasta el siglo XIX, Vermeer, no tuvo la admiración que alcanzó después. Este cuadro, más pequeño de lo que yo suponía, no tenía muchos admiradores cuando lo visité por primera vez. Me atrajo el misterio que rodea su figura, el no saber su identidad, la mirada que tampoco descubre nada, y sobre todo, la maravillosa técnica del pintor. Entonces pude acercarme hasta el mismo cuadro tanto como me pareció. La fama de hoy la hace más distante. Está rodeada de una balustrada de madera que mantiene al que la visita a distancia. Pero no fue ella, ni las nuevas medidas de protección impuestas a un público impaciente por verla, lo que hizo que no me detuviera, sino esa aglomeración de tantos interesados, armados de toda clase de aparatos fotográficos, como una masa de admiradores a la caza de un autógrafo de su artista preferida. Lo dejé por imposible hasta otra nueva ocasión.

 

Hay en el museo otro tesoro al que le han dado un lugar preferente. En uno de los muros tapizados de seda cuelga un cuadrito de un pequeño jilguero, sujeto con una fina cadena a un pedestal o comedero. La contemplación de este inocente pajarillo te emociona y puedes entender la tristeza que ves en sus ojos por su cautiverio. Es el jilguero de Carel Fabritius, pintor holandés nacido en 1622. Murió muy jóven, en 1654, en una explosión de pólvora en Delft. En ese accidente se perdieron muchas de sus obras. El jilguero atado, como también se conoce a este cuadro, está pintado con ternura. Tampoco era un cuadro muy visitado, que colgaba con discreta humildad entre las muestras de los grandes pintores del Siglo de Oro holandés. Todo cambió con la publicación del libro de Donna Tartt, escritora americana, a la que el cuadro le sirvió de inspiración. Sin embargo, esta tarde durante mi visita, parecía como olvidado de todos, entusiasmados por el regreso de la chica de Vermeer. Una oportunidad que aproveché para volver a ver este precioso óleo, sin que en este caso encontrara impedimentos para acercarme a él.

 

Muchos se preguntarán qué tiene este pajarillo para atraer de esta manera la atención. Este es uno de los últimos trabajos del pintor antes de perder la vida. Desde que se traslada a Delft su estilo cambia progresivamente dejando atrás los oscuros pinceles de Rembrandt y acercándose a la luz de Vermeer. Esta pequeña obra, óleo sobre madera,  destaca por su fondo luminoso, los colores y la viveza de los trazos que parecen dar vida al pajarito. El cuadro es una muestra excelente de un ilusionismo expresivo que nos hace creer que el jilguero está realmente delante del cuadro. Es lo que se conoce como trampantojo.

 
Después sigo mi camino por el museo entre el clasicismo y su condición aristocrática de palacio del siglo XVI, y el mágico preludio de la reposada serenidad de la colección expuesta en la nueva luz de las arañas de cristal de Murano. Cuadros de Rembrandt, Ruisdael, Hals, Vermeer, Van Dyck, Holbein, Rubens, Potter, se presentan con honestidad, cercanos en su  escala de valores y respetando nombres y géneros. Cuando el día acaba y el rumor del público desaparece, me imagino como lo estático y eterno del museo despierta a la vida. Allí, enfrentada a lo eterno e inmutable del arte encuentro la paz y la comprensión que carecemos.

Agosto, 2014

No hay comentarios: